En Roma, para ver una Vespa, hay que conformarse con la que cabalga Gregory Peck con Audrey Hepburn a la grupa en los afiches coloreados —¿se habrá visto una herejía más grande?— que venden los paquistaníes por los alrededores de la Fontana di Trevi o del Coliseo, testigos también de un país que se desmorona. La Italia que estos días mira con preocupación la fuga de la Fiat —no existe una metáfora más dolorosa de la caída del imperio industrial italiano— decidió hace tiempo que los motorinos japoneses, de ruedas más grandes y precios más bajos, resultan más fiables a la hora de enfrentarse cada día a la locura del tráfico.
Es curioso que, preguntando aquí y allá, leyendo este periódico y el otro, prácticamente nadie atribuye toda la culpa a los jefes de la Fiat —ni a John Elkann, el heredero de Gianni Agnelli nacido en Nueva York, ni a Sergio Marchionne, el consejero delegado italocanadiense enemigo de las corbatas— de su decisión de marcharse.
“Fiat dejará de ser italiana como lo han dejado de ser otras empresas punteras. ¡Ya hasta el aceite lo traemos de fuera! Durante 20 años hemos estado muy entretenidos con el juego de la política sin darnos cuenta, o sin querernos dar cuenta, de que el país se caía a pedazos.
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